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JOVENCITOS CON BOTINES: LUIS G. CHACÓN.HTTP://ELMASLARGOVIAJE.WORDPRESS.COM /@LUISGCHACON

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Muchos recuerdan los años de vino y rosas con la nostalgia propia de estos tiempos de raquíticos bolsillos. Son los que han caído en la más negra melancolía porque viven en el recuerdo de un tiempo en el que este país – como casi todo occidente – se sintió opulento y pensó que nunca volverían las jornadas de esfuerzo, sudor y madrugones. Y al igual que en los locos años veinte, una marabunta de aparentes nuevos ricos vivió una juerga sin fin en la que comió, bebió, viajó, amó, odió y disfrutó como nunca lo había hecho. Puede que la fiesta no alcanzara la magnitud de lo soñado pero fue más grande e intensa que el más disparatado de los sueños. Hoy, lo más curioso es observar a tanta gente hundida en esa tristeza vaga y profunda que es la melancolía y ver como cayeron desde las alturas de la euforia a las simas de la angustia.

Sería ridículo negar la belleza de un atardecer en la Polinesia, la exuberancia del carnaval carioca, la imagen decadente del veneciano o la delicadeza de una cena en un bulevar de París mirando la Torre Eiffel iluminada, pero no hay mayor sandez que pensar que sólo existe el paraíso en los confines del mundo y renunciar a encontrarlo a la vuelta de la esquina. Porque hay placeres cotidianos que están al alcance de la mano aunque nos empeñemos en dejarlos escurrirse entre los dedos.

Son nuestros paraísos cercanos…

luis chacon paraisos cercanos (1)Piensen en el placer de levantarse un sábado con las claras del día y desayunar un tentempié sabiendo que vamos a desquitarnos en un rato. Salir de casa y saludar al quiosquero que levanta la persiana con un buenos días y dar las buenas noches al joven somnoliento del primero que no parece volver de una madrugada de extenuante estudio. Acercarse a la plaza del mercado y escuchar el pregón de las pescaderas curioseando entre los puestos. Seleccionar uno y elegir con cuidado: “un trozo de rape, ese de ahí, que está muy blanquito”. Y después, observar y pedir: “unas cuantas de esas gambas, unos mejillones y un calamarito… pero mediano, ¿eh? ¡Que es un arroz para dos!” Y también… “un poquito de tintorera, de la del fondo, por favor” para hacer un caldo jugoso. Coger el paquete con los cartuchos de pescado limpio y acercarse a un café cercano donde aún se escuche el tintineo de los cuchillos, el murmullo de los compradores y el ajetreo de los que cargan y descargan las cajas prietas de hielo y pescado fresco. Pedir un chocolate con churros y ahora sí, desayunar tranquilo hojeando el periódico. Apretar el tazón caliente entre las manos heladas y sentir como un escalofrío te recorre el cuerpo. Otear la calle a través de la ventana y ver como se va creando entre la gente ese ambiente sabatino tan distinto del que hay el resto de los días. Y volver paseando a casa, sin prisa, gozando de la luz de la mañana, con la compra, el periódico y una barra de pan caliente bajo el brazo, mientras la ciudad va coloreándose de fin de semana.

Llegar a la cocina, colocarse el delantal y cortar la cebolla, el pimiento y el tomate muy menudito para después sofreírlo mientras en una cacerola cocemos el pescado despacio, mojado con un buen vino blanco y aromatizado con laurel y tomillo. Y en tanto el sofrito se traba muy poco a poco y el caldo burbujea, servir unas copas de un buen fino de Montilla, con su tapita de jamón o de queso… ¡o ambas! Y degustarlo con quien quieres, cruzando miradas y compartiendo sonrisas.

luis chacon paraisos cercanos (3)Echar en la cazuela de barro un buen chorreón de aceite – ¡de oliva, por supuesto! – y dorar unos ajos laminados muy finos. Y cuando tomen color, mientras saboreamos el vino que habrá inundado el aire de aromas intensos, volcamos el arroz en la cazuela hasta que al moverse, suene como si fuese arena y lo mezclamos con el sofrito. Después, con mucho mimo, ordenamos el pescado entre el arroz y volcamos el caldo hirviendo. Y ahora… oler, mirar, escuchar y sentir, disfrutando de ese almuerzo que se va haciendo… con tiempo, moroso, sin prisas ni alharacas. Abrir el horno, notar la vaharada de calor que nos sonroja la cara, posar con primor la cazuela sobre la bandeja y dejarla allí, para que se dore despacito, recreándose en la suerte.

Y entre tanto, extender sobre la mesa uno de esos manteles elegantes que duermen el sueño de los justos enterrados en el fondo de un cajón porque sobrevivimos entre prisas en lugar de gozar cada minuto de la vida. Preparar la mesa como si viniera a almorzar quien nunca lo hará y pensando en quien siempre está, que sí que se merece esa atención y este momento. Y al fin, descorchar una botella de un buen blanco afrutado, servir dos copas generosas, dejar que la fragancia del vino nos embriague, sonreír con la mirada y compartir el arroz, terminándolo entre risas en la misma cazuela. Y mirarse a los ojos y disfrutar la sonrisa de quien lo saborea contigo charlando de trivialidades mientras, al ritmo de la música que suena melosa y suave en la distancia, el arroz se deshace en la boca, el vino nos suelta la lengua y… ¿quién necesita la Polinesia?

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