Una corte de niebla y furia. Edición especial: Una corte 2 (Ficción)
22,75 € (a partir de 7 octubre, 2024 18:26 GMT +02:00 - Más informaciónProduct prices and availability are accurate as of the date/time indicated and are subject to change. Any price and availability information displayed on [relevant Amazon Site(s), as applicable] at the time of purchase will apply to the purchase of this product.)JOVENCITOS CON BOTINES: LUIS G. CHACÓN. ELMASLARGOVIAJE.WORDPRESS.COM / @LUISGCHACON
Las carabelas colombinas arribaron a lo que el Almirante de la Mar Océana creía que eran tierras de Cipango o Catay y un mundo de nuevos aromas, sabores y sensaciones se abrió a los ojos de la Vieja Europa. Amén de nativos de piel cobriza, Colón presentó en Barcelona ante los reyes pájaros de colorido plumaje, animales desconocidos y exuberantes plantas de vivos colores. Pero lo que más sorprendió a los navegantes fue el tabaco. Tras desembarcar y tomar posesión de aquellas tierras en nombre de la reina Isabel, los nativos les ofrecieron, como presente, manojos de hojas secas de color rojizo que desprendían una peculiar fragancia.
El tabaco no sólo se fumaba. Se mascaba, se comía, se bebía en infusión y el jugo de su cocción, entre otros usos medicinales, tenía el de colirio para los ojos, enema o narcótico.
Tal era su importancia que formaba parte de los ritos religiosos. Y si en el orbe cristiano, los Obispos aspergían agua bendita para pedir ayuda a Dios, fuera rociando los campos para hacer la tierra ubérrima o bendiciendo a los soldados y que así, la divina providencia les acompañara en la batalla, los chamanes americanos invocaban la protección de sus dioses esparciendo polvo de tabaco antes de la siembra o soplándolo sobre el rostro de los guerreros en las horas previas al combate.
Se cuenta que fueron Rodrigo de Jerez y Luis de Torres los primeros que vieron fumar a los indios y narraron a sus asombrados compañeros como aquellos hombres adornados con plumas habían enrollado un polvillo rojizo en hojas de maíz a la manera de un tubo para después, mientras uno encendía el extremo con una brasa, el otro bebiera el humo y lo soplara. Y mal le vino al bravo Rodrigo de Jerez imitarlos una vez retornado a la patria. Pues si los indios, por el asombro que les produjeron los caballos, tomaron por dioses a los jinetes españoles, a los vecinos del recio marino, ver a un cristiano viejo exhalando densas vaharadas de humo por boca y narices, les pareció cosa del demonio, razón por la cual lo encarceló la Santa Inquisición del mismo modo que hoy lo habría maldecido toda una cohorte de totalitarios de la salud impuesta, jaleados por los liberticidas de siempre. Siete años pasó don Rodrigo en una húmeda mazmorra tachado de exhibir hábitos paganos y acusado de brujería, pues sólo el diablo podía hacer que un hombre sacara humo por la boca. Tiempo en el que la costumbre de fumar se extendió tanto que el pobre, al poco de abandonar la prisión, se topaba con más de un caballero paseando ufano con un buen cigarro en la mano.
Trajo Hernández de Boncalo, cronista de las Indias, algunas semillas para ser plantadas en los alrededores de Toledo, en unos parajes conocidos por los Cigarrales, pues solían ser invadidos por plagas de cigarra, viniendo de ahí, el nombre de nuestros cigarros. Y de modo similar, lo debe la nicotina a monsieur Nicot, Embajador de Francia ante la Corte portuguesa y responsable de que el rapé llegara a París y aliviara a la reina Catalina de Médicis las dolorosas migrañas que la aquejaban.
La costumbre de fumar fue popularizada por los marinos que surcaban el Atlántico si bien, en la mayor parte de Europa el tabaco se extendió por el valor curativo que le dieron los médicos de la época. Pues fueron legión los galenos que se hicieron famosos por sus curas para mordeduras, cefaleas, resfriados y reumatismos hasta el punto de que el célebre doctor Barclay consideró al tabaco uno de los mejores y más seguros remedios del mundo.
Se hizo tan normal su uso que los dandies de la Inglaterra isabelina asistían al teatro para disfrutar de los dramas de Shakespeare o Marlowe, acompañados de cajas de marfil para el tabaco y un par de pipas de arcilla de Winchester adornadas de oro o plata mientras que en las tabagies, los parroquianos se pasaban de mano en mano otras tan frágiles que la docena se vendía en cajas de quince, dadas las mermas que sufrían en su transporte. Y si el siglo XVII expandió la pipa, las cortes dieciochescas prefirieron la melindre del rapé pues a los lechuginos, cargar una pipa les parecía impropio de sus blancas pelucas, sus cuellos y pañuelos de fino encaje y sus largos bastones de puño marfileño.
Durante la Guerra de la Independencia, británicos y franceses conocieron el españolísimo cigarro que cedió el trono, mediado el XIX, al popular cigarrillo que también nació aquí. Las cigarreras de la Real Fábrica de Tabacos – entre las que, sobre todas, destacó la Carmen cuya historia inmortalizara Mérimée y que musicada por Bizet trae a nuestra memoria la armónica y melodiosa belleza de su Habanera – liaban las tersas hojas de tabaco apretándolas contra el muslo y envolviéndolas después en alguna perfecta de cuyo grosor y tamaño dependía la vitola. Para aprovechar los restos de picadura, estos se liaban en hojas de papel por lo que a los pitillos se les llamó papeletes.
Y aunque en la Inglaterra eduardiana, los moralistas que siempre habrá, se horrorizaban ante la posibilidad de que alguna señorita apareciera fumando un cigarrillo en algún partido de cricket, una de las banderas de la liberación femenina fue sin duda el tabaco. Y así, la reina Victoria Eugenia no se azoraba cuando sentía la desaprobación de las damas nobles si encendía uno de sus delicados cigarrillos turcos en el pacato Madrid de hace un siglo.
Quizá por eso, sea bueno, en estos tiempos de totalitarismo sanitario, recordar a la Dietrich de El ángel azul con un cigarrillo en los labios o a la delicada Audrey Hepburn fumando de una larga boquilla. Pues tan icónicas han llegado a ser ambas imágenes como son la de Churchill y su inefable habano, la de Sherlock Holmes con su pipa o la de Claude Rains y Bogey alejándose entre la niebla del aeropuerto de Casablanca fumando un cigarrillo.