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Hay que reconocer que la famosa y repetida frase de James Dean, vive rápido, muere joven y tendrás un bonito cadáver, es tan impactante como, si se la analiza mínimamente, propia de un descerebrado. Pero además es pretenciosa. Más que nada porque resulta difícil encontrar belleza alguna en quien está de cuerpo presente. Y menos aún si el finado, durante su estancia en este valle de lágrimas, no se caracterizó precisamente por levantar pasiones entre el sexo opuesto o el propio, sino que perteneció a ese privilegiado grupo de bebés a los que hasta sus propias abuelas no tenían más remedio que calificar de graciosos o simpáticos cuando los paseaban en el cochecito por el parque del barrio. Además, no recuerdo tener noticia de que conste en la literatura médica caso alguno en el que la muerte genere en el cuerpo humano el mismo efecto que un tratamiento intensivo de belleza. Pero es más, siempre me ha parecido muy desagradable encontrarme con esos carteles en los que aparece, sobre la citada frasecita, la imagen del protagonista de Rebelde sin causa con un cigarrillo caído entre los labios y gesto pensativo, al volante del porsche Spyder 550 en el que perdió la vida.
Y sin embargo, más de medio siglo después, ese culto ritual a una juventud alocada de bólidos descapotables y fiesta permanente que realmente casi nadie suele disfrutar porque resulta especialmente cara, sigue influyendo en manadas de tipos que tuvieron colgado en la pared de su dormitorio el póster en cuestión pero que en una muestra palmaria de su carácter hipócrita y pusilánime, no tuvieron a bien cumplir con el dichoso lema. Supongo que la mejor razón para desdecirse es que el instinto de supervivencia siempre acaba superando al de emulación de los ídolos juveniles.
Así que ahora, en eso que los viejos cursis llamaban la mediana edad y la cursilería postmoderna ha rebautizado como la segunda juventud, hay demasiados que a sus bien cumplidos cuarenta, se sienten – o mejor dicho, they seem to feel – like some guys in their twenties, cuando no aspiran a pasar por insufribles y rebeldes teenagers.
Porque una cosa es que, como dicen por ahí, un hombre sólo se convierte en viejo cuando sus recuerdos pesan más que sus esperanzas y otra muy distinta que sufras la desagradable experiencia de cruzarte por la calle con un cuarentón disfrazado de justinbieber de extrarradio; que te salude efusivamente e insista en que un lejano día fue tu amigo. El primer sentimiento de sorpresa se va transformando en infinita vergüenza ajena. Y al fin, te preguntas como fue posible que compartieras ningún momento de tu vida con semejante fantoche. Hasta el punto de que llegas a cuestionarte si no habrá una parte oscura en tu pasado que el alcohol, la droga, algún servicio extranjero de espionaje o una abducción extraterrestre se encargaron de borrar de tu memoria. Repuesto del impacto, lo miras de arriba a abajo, tragas saliva y con la más exquisita educación le preguntas por la salud. Y en ese momento, un forzado dabuten delata la pose inconsistente del sujeto. Pero más triste aún es que pretenda que le rías la gracia cuando te espeta con una sonrisa bobalicona que la juventud está en el corazón, mientras tú piensas que su cerebro debe estar guardado en una caja de zapatos en el rincón más perdido del trastero de su casa.
Son esos tipos de idiotez inconmensurable, a los que parece que nadie les ha dicho que a partir de cierta edad se puede quedar el sábado con los amigos para compartir un buen rato pero, excepto para algunos privilegiados, ha pasado el momento de jugar al fútbol. Y ya no hay ninguno que pueda hacerlo bajo la intensa lluvia o con el celo veinteañero de un crack sudamericano con hambre de títulos. Salvo que se pretenda, como con tanta regularidad ocurre, terminar el partido en una ambulancia camino del servicio de urgencias más cercano y acabar volviendo a casa con más clavos en los huesos que los que había en la carpintería de Gepetto.
No sé por qué, pero este flagrante peterpanismo suele darse casi exclusivamente entre los hombres. Son adolescentes inmaduros embutidos en cuerpos de cuarentones. Los mismos que de lunes a viernes se arrastran enfundados en su triste uniforme de oficinista y pretenden compensarlo durante el fin de semana. Bien sea deambulando en plan Beach boys durante el largo estío, dressed in shorts and a sailor shirt or transmuted into rough lumberjacks in plaid shirts and mountain boots – as sad lookalikes of the characters of Siete novias para siete hermanos – en las frías tardes de invierno. Aunque eso sí, sin salirse de las cuatro calles principales del centro de cualquier ciudad de España.
Pero no nos engañemos; este infantilismo galopante ni es nuevo, ni nace de una mala influencia extranjera. No hay mayor aportación al peterpanismo que la españolísima del tuno cincuentón – soltero o divorciado – al que no le da reparo alguno ponerse unas medias de su madre, calzarse unos greguescos apolillados y un jubón deshilachado y unirse a otros tres perdularios con el único objeto de arruinarle la boda a cualquier pareja inocente entrando sin pudor en el banquete que con tanto mimo han preparado con la única intención de destrozar los tímpanos de la concurrencia berreando Clavelitos mientras el menos obeso de la cuadrilla intenta, cianótico y al borde del colapso, golpear con el talón la pandereta, entre claras muestras de disnea y variados crujidos óseos. Aunque lo más indigno de todo el tétrico espectáculo es que pretendan cobrar, en lugar de indemnizar a la forzada audiencia. Y eso que aplicarles todo el peso del Código Penal sería la única muestra de humana justicia, pues la divina estoy seguro de que la recibirán en la medida que merecen el día del Juicio Final.
Crecer es una de esas cosas que guste o no y se quiera o no, acaba pasando. Lo de madurar ya es más complejo porque requiere voluntad. Quizá por ello sufrimos tanto Peter Pan de pacotilla; otra cruz más, a cargar en este calvario.
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