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No hay nada más desagradable para quienes usamos sombrero que llegar a algún lugar con idea de compartir un rato agradable y que aparezca, como por ensalmo, el imbécil de turno con vocación de payaso y al grito de vaya gorro más chulo, te arrebate el sombrero, lo manosee y tenga el descaro de ponérselo, a la vez que pregunta, haciendo gestos grotescos que él cree divertidos, ¿qué tal me queda? Les juro que en ese momento, uno lamenta que la costumbre del duelo a primera sangre haya desaparecido en Europa o que los superpoderes de los héroes de cómic sólo sean una licencia literaria. De tenerlos, les aseguro que en un instante, el idiota con cara de bobalicón sería una mancha humeante en el suelo sobre la que el sombrero describiría una elegante espiral rodando sobre su ala.
Llamar gorro a un sombrero es otra muestra del páramo intelectual que nos rodea. ¿No están hartos de escuchar, por ejemplo, que alguien ha hecho un disco? ¿Cómo que ha hecho? El soporte se fabrica y la carátula se diseña. Unos componen y otros arreglan, orquestan o versionan una pieza musical. Y no es igual dirigir que cantar o ejecutar, aunque todas sean formas de interpretar y emocionar al público. ¿Tan difícil es entender la belleza del matiz en el lenguaje?
Entre un sombrero y un gorro hay la misma diferencia que entre un fresco de Leonardo y el garrapateo torpe de un niño travieso sobre la pared recién pintada del salón de su casa. Y son tan distintos entre sí como la gorra, la boina, los tocados litúrgicos de las confesiones religiosas o aquellos con que se cubren policías o militares.
No se trata de pedirle al imbécil de turno del que hablábamos más arriba que diferencie un trilby de un fedora o que decida si es mejor acompañar un abrigo chesterfield con un homburg o un stetson pero sí que sea capaz de comprender que
un gorro es algo que sirve para cubrir y abrigar y un sombrero es una prenda de vestir que consta de copa y ala. El gorro sólo es útil, el sombrero es una muestra de estilo y elegancia que añade al machadiano aliño indumentario, sea o no torpe como el de don Antonio, un plus innegable de individualismo y personalidad.
Elegir el sombrero adecuado no es sencillo. Como toda prenda, requiere crear una simbiosis con quien lo porta. No todas las cabezas son iguales y por tanto, cada una requiere un tipo de copa, – más o menos alta, pinchada, plana o abombada -; de ala – ancha o estrecha, levantada atrás o caída, curvada o lisa- y hasta de cinta o adorno. Y además, hay que tener en cuenta la estatura, el estilo, la ropa y sobre todo, la talla. Esos tipos a los que un sombrero pequeño les baila sobre la coronilla o uno grande les descansa sobre las orejas, atentan contra la estética y lindan la frontera del delito común.
Cuando hemos definido nuestro
estilo y tipo de sombrero, tenemos que decidir cómo combinarlo cada vez que salimos a la calle, pues no es igual llevarlo a la oficina que a una ceremonia sea civil o religiosa, o a un almuerzo que a una cena.
Podemos pasear bajo el plomizo cielo otoñal emulando al mítico Bogart de Casablanca y ajustarnos la trinchera bajo la lluvia, tocados con un fedora de copa alta y ala ancha. Los gélidos días invernales, amén de un buen abrigo de paño, elegiremos entre un trilby; flexible, de copa baja y ala estrecha o un stetson de copa más alta y fieltro más fino. E incluso un pork pie, aunque la copa plana nos recuerde al inefable Buster Keaton. Si queremos dar una imagen más formal, siempre es recomendable el rígido y protocolario homburg que ha distinguido a tantos líderes mundiales. Y para quienes poseen un alma meridional y adoran la dolce vita sólo existe el borsalino; esa maravillosa reinterpretación italiana del fedora que combinado con un fular es tan decadente y exquisito como propio de artistas y bohemios.
Menos recomendable por estos lares es el uso del bombín o del tirolés. El primero porque parece un exiliado fuera de Londres, salvo que lo luzca Charlot en alguno de aquellos desopilantes cortos de la Keystone y el segundo porque exige un decorado de altas cumbres nevadas e inmensos prados verdes cuajados de edelweiss.
Si el invierno nos ofrece un enorme abanico de posibilidades, el verano tiene un protagonista indiscutible en el panamá o jipijapa que encuentra en el Montecristi su máxima expresión de finura y calidad. De copa alta o baja, con más o menos ala, el sombrero de palma tejido en Ecuador, le debe su nombre los trabajadores que construyeron el Canal de Panamá hasta donde se había importado para protegerles del sol y la fama a Teddy Roosevelt que lo lució en su visita a las obras. Aunque nadie duda de su preeminencia estival, no debemos olvidar al canotier. Tan francés, tan parisino y tan chic … en Maurice Chevalier.
En El Cortesano, Baldassare di Castiglione defendió ardorosamente el resurgir renacentista de la elegancia y la cortesía que coincidió con la aparición del sombrero que el propio autor luce en el delicioso retrato pintado por el divino Rafael Sanzio. Por ello, jamás debe olvidarse la etiqueta. Hay que destocarse en sitios cerrados, cuando se es presentado y siempre que se salude a una dama porque si se trata de otro caballero, basta con tocar el filo del ala.
Para los que formamos la brigada del sombrero, este es un mundo refinado lleno de sensaciones, texturas, combinaciones, diseños, tactos, gestos, desafíos y buen gusto pero para el imbécil que está en el origen de esta historia todo se reduce a un puñado de gorros. Más o menos chulos, claro. En fin, ¡qué Dios le perdone porque yo no puedo!
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Muy buenoooo!!!!!!!!!!!!!!!!!!