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JOVENCITOS CON BOTINES: Luis G. Chacón. http://elmaslargoviaje.wordpress.com / @LuisGChacon

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No creo que sea signo de los tiempos. Es más, me da la impresión de que siempre ha existido en mucha gente un extraño regusto obsceno por la ostentación. Son aquellos para quienes tener equivale a exhibir y comprar no es un ejercicio racional de selección sino un burdo acaparamiento. Carecen del deseo vehemente de poseer que define al codicioso y no buscan atesorar posesiones como el avaro. No les proporciona placer tener o disfrutar sino sentirse objeto de la envidia que genera en los demás lo que poseen.

Pero el alarde y la jactancia no son buenos compañeros de viaje. Al fin y al cabo, provocar tristeza en los demás y esa es la definición académica de la envidia, es una actitud moralmente indigna pero también socialmente peligrosa. Pues, ¡ay de aquellos que caen desde las alturas! Cuando la poderosa Roma fue vencida por los galos de Breno, este les exigió un rescate de mil libras de oro. Mientras se pesaban joyas y monedas, los senadores romanos descubrieron que la balanza había sido trucada y afearon al jefe galo su intento de engañarlos. Este se río en las barbas de tan venerables patricios y les contestó arrojando su enorme espada al platillo de las pesas, elevando de ese modo aún más el rescate, a la vez que les gritaba: Vae Victis! (¡Ay de los vencidos!).

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Aparte de la inmoralidad de la conducta y del peligro que supone hacerse acreedor de la guillotina social, una vez que otros tomen su particular bastilla, esa grosera ostentación que manifiestan a diario sólo es la sublimación de su ignorancia.

Son tipos fáciles de reconocer. Ya saben a quienes me refiero: a esos majaderos que agitan la botella de champaña antes de abrirla, mojan a quienes les rodean y celebran con risotadas el taponazo. Son los mismos estúpidos que en los restaurantes eligen el vino y las viandas mirando la columna de los precios para pedir lo más caro de la carta aunque luego dejen el plato casi lleno. Si les preguntas la hora, te señalan la esfera del reloj y así pueden decirte donde, con quién, cuando, por qué y cómo se lo compraron que en definitiva, es la forma más elaborada que tienen de proclamar el precio de algo sin decirlo. Además, procuran tener el auto más grande y más costoso, sujetan los billetes con un clip de plata y se golpetean el bolsillo para que quede claro donde llevan lo que ellos llaman el taco.

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No es necesario que sean ricos, no se confundan. La divina providencia ha distribuido la estulticia entre todas las clases sociales con una justicia incuestionable. Por eso hay quien hace ostentación de un viejo turismo tuneado y quien se exhibe sobre un fastuoso y prohibitivo descapotable.

De todos modos, si en algo aprecian su propia salud y su estabilidad mental, háganme caso: ¡Evítenlos!, huyan de su cercanía. Sólo les provocaran desazón y hastío. Y si, por algún motivo cruel no tienen más remedio que soportarlos, háganse un favor: desprécienlos en silencio, no merecen otra cosa.

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Por todas esas razones, siempre he sabido que entre esos tipos y yo hay algo personal. Esa forma de exhibirse sin complejos me abruma y me acaba provocando una cierta náusea existencial que me exige apartarlos de mi vida. Tanto que cada vez que alguna circunstancia social o laboral me obliga a desperdiciar, aunque sea unos minutos de mi tiempo, compartiendo espacio con ellos, recuerdo con cariño aquella tarde en que el sastre de mi padre, que luego fue también el mío muchos años, terminó de tomarme las medidas para mi primer traje. Soy capaz de visualizar como me observó por encima de sus gafitas de lectura, sonrío y me dijo que me iba a dejar abiertos los ojales de las bocamangas de la chaqueta para que pudiera abrocharlos y desabrocharlos a mi gusto. Unos días más tarde y después de las tres pruebas de rigor, me enfundé aquel magnífico traje azul príncipe de gales y emocionado frente al espejo me desabroché dos de los botones de cada una de las bocamangas. El gesto sonriente de aquel excelente artesano y mejor persona se torció inmediatamente en una mueca de desagrado. ¿Por qué haces eso?, me dijo. Para que los quiero abiertos si no los va a ver… No me dejó terminar, ¿Necesitas que se enteren los demás? A un caballero le basta con saberlo él mismo. Los abroché un tanto avergonzado. Me dio una palmada en el hombro, me miró fijamente y sentenció algo que no he olvidado desde entonces: un caballero siempre huye de la ostentación.

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Fotos:  http://richkidsofinstagram.tumblr.com/