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Y perdonen mi expresión, pero comprenderán y compartirán conmigo mi callado comentario. El otro día fui a Segovia a un congreso sobre metodología de la investigación en comunicación. El nombre del simposio sonaba poco entretenido, igual que las ocho horas de viaje. Para mi sorpresa, el evento fue ejemplar y mi estancia allí, cuanto menos, accidentada.
Bajo el acueducto todo se ve mejor. Incluso los comentarios inoportunos de un niño de cinco años, fino, fino donde los haya. El caso es que yo llevaba unos zapatos bastante cómodos, de estilo pastor, como yo les decía cuando era pequeña y se pusieron de moda. Sentada en un muro romano y disfrutando de un helado de yogur, escucho una voz casi inocente que venía desde abajo:
“qué zapatos más feos”.
Yo no me di por aludida. Pero el pequeño segoviano afinó más y se dirigió directamente a mí:
“señora, lleva usted unos zapatos muy feos”.
Y yo me pregunto, ¿qué le pasa a mis zapatos? Son marca cool way, color agua marina, los compré por 29 €, un valor que me parece un precio razonablemente primaveral. Además, la talla 41 es una verdadera talla 41, donde los dedos van estirados y el pie se encuentra como en casa. Son cómodos, ni una rozadura en los tres días de viaje. Bueno, que me pierdo hablando de mi posesiones…
“Señora, lleva usted unos zapatos muy feos”.
“Y la mierda el niño”
pensé. Pero yo, educada gracias al esfuerzo de mis padres me mostré dialogante:
“¿No te gustan?”,
le pregunté.
“No, son muy feos”.
Me volvió a insistir como si se hubiese tomado un elixir de la verdad. Por fortuna para él, su madre paró la conversación a tiempo con un rotundo…
“¡Sancho, no le digas eso a la señora!”
Un momento…. ¿señora?
“¿Y a qué se debe esta retahíla de improperios?”
pensé.
El caso es que miré al niño y le dije,
“anda, te perdono porque te llamas como mi perro”.
Y el niño, como si del elixir de la felicidad hubiese pasado a ingerir un cóctel molotov, empezó a gritar como un descosido, se lanzó al suelo pataleando y entre unas lágrimas como mi puño sólo repetía
“yo no tengo nombre de perro”.
Yo no vi mal alguno en mi comentario (no como en los de otros). Y es más, tampoco veo mal llamarse mi perro, Sancho Panza, que aprovecho y les presento con gusto. Como dice la madre de mi amiga Marga, “la mejor bofetada es la que no se da”. Pero de reírse a carcajadas en la cara de alguien nadie ha hablado.
Lo malo es que mientras yo disfrutaba del cabreo del niño, a mí se me derritió el helado.
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Un niño segoviano llamado Sancho y grosero más que sincero. Suena a Cantar medieval. No debió ver en ti a una gentil damisela en apuros. Además, la sinceridad está sobrevalorada. La buena educación, que es fruto de la civilización nos enseña a moderarla. En fin, un niño maleducado, uno más.
jajajjajajajjaja muy grande!!!
jajajajajaja ostras mi sobrino con esa edad lio una buena pájara por un negro!! entonces no era lo habitual y señalando empezo a gritar: mira mamá mira ese señor en negro!! pero negro negro negro!! jajajajaja, la vergüenza que pasó mi hermana, (el negro no, que ya sabia que lo era :-D) jajajajaja. En fin poco podemos hacer con esos arranques de sinceridad infantiles!! jajajajaja